Lanzas y fosos: defensa y organización en fortificaciones de hace 5 000 años
La defensa en ámbitos militares ha sido recurrente a lo largo de la historia. ¿Cómo era la defensa en lanzas y fosos en fortificaciones?
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Hace unos cinco mil años, muchos asentamientos humanos empezaron a rodearse de defensas. Las aldeas que hasta entonces habían sido espacios abiertos se transformaron poco a poco en lugares protegidos por zanjas, empalizadas y murallas. La causa no era difícil de entender: había que resguardar los excedentes de grano, los animales domesticados y, en general, todo aquello que garantizaba la supervivencia de la comunidad. En ese escenario, dos elementos resultaron fundamentales: las lanzas y los fosos.
Las armas
La lanza era el arma más común y accesible. Su elaboración no exigía un gran esfuerzo: un asta de madera bien trabajada y una punta de piedra pulida, hueso afilado o, en zonas más avanzadas, de bronce. Versátil y eficaz, servía tanto para el combate cercano como para ser arrojada a distancia. En caso de ataque, los habitantes de un poblado podían organizarse en líneas defensivas, armados con lanzas, cerrando el paso a cualquier intruso que intentara franquear las puertas o escalar las empalizadas. Más allá de su uso bélico, la lanza también era una herramienta cotidiana para la caza, lo que la convertía en un objeto inseparable de la vida diaria.
El foso, en cambio, representaba el esfuerzo colectivo. Excavar una zanja alrededor de todo el asentamiento requería trabajo coordinado y mantenía ocupada a buena parte de la comunidad. Una vez terminado, servía como primera línea de defensa. Los enemigos quedaban atrapados o, al menos, ralentizados, expuestos a una lluvia de lanzas y piedras desde lo alto. En algunos lugares, los fosos se llenaban de agua, lo que añadía una capa extra de dificultad. Allí donde el agua no era posible, la simple profundidad del terreno abierto ya suponía una desventaja considerable para cualquier atacante.
Tiempo de construcción y mensaje
El hecho de que pueblos tan distantes como los del valle del Indo, Mesopotamia o Europa central adoptaran soluciones parecidas demuestra hasta qué punto la organización social y la necesidad de seguridad estaban entrelazadas. Construir un foso o armar a decenas de guerreros no era cuestión de un día: requería planificación, liderazgo y una comunidad dispuesta a cooperar. Incluso el diseño de las entradas de las murallas revelaba ingenio, con puertas en ángulo que obligaban a los enemigos a exponerse bajo la mirada de los defensores.
No se trataba solo de proteger la vida y los bienes. Una muralla sólida o un foso imponente también enviaban un mensaje claro: “Aquí hay una comunidad fuerte, capaz de defender lo suyo”. Y la lanza, que pasaba de la caza al combate, recordaba que en aquellos tiempos la frontera entre supervivencia y guerra era muy fina.
Los primeros castillos y fortalezas
Cuando pensamos en un castillo, lo primero que suele venir a la mente son grandes torres de piedra medievales, almenas y caballeros. Sin embargo, si retrocedemos unos cinco milenios, el panorama era muy distinto. En la antigüedad las comunidades aún estaban dando sus primeros pasos hacia lo urbano, y sus sistemas defensivos respondían a las necesidades y recursos del entorno.
El tipo más común eran las fortificaciones de tierra y madera. Resultaban rápidas de construir y se basaban en empalizadas de troncos reforzados con barro o arcilla. Aunque vulnerables al fuego o al paso del tiempo, cumplían bien su propósito inmediato: marcar una frontera clara entre el espacio seguro de la comunidad y el mundo exterior. Desde esas empalizadas, los habitantes podían organizar la defensa y lanzar proyectiles contra quien se atreviera a acercarse.
En lugares como Mesopotamia o Egipto, donde abundaba el barro de los ríos, se usaron ladrillos de adobe para levantar murallas más consistentes. Estas paredes, secadas al sol, daban mayor solidez y durabilidad a los recintos amurallados. Dentro de ellos no solo se encontraba la vivienda, sino también graneros, talleres y a veces templos, lo que convertía a la fortaleza en el verdadero corazón de la comunidad. Las puertas, estrechas y en ángulo, estaban pensadas para retrasar al enemigo y facilitar la emboscada de los defensores.
Otro modelo habitual eran las fortalezas en colinas. En Europa central y los Balcanes, por ejemplo, muchos poblados se ubicaban en alturas naturales, que ofrecían una ventaja estratégica evidente. Con un foso excavado alrededor y una empalizada reforzando el borde, resultaba muy difícil para los atacantes trepar hasta la cima sin quedar expuestos a una lluvia de piedras o lanzas.
También se desarrollaron los fortines junto a ríos. Además de servir como barrera defensiva, el agua proporcionaba una forma de controlar rutas comerciales y recursos vitales. En el valle del Indo, algunas fortificaciones combinaban murallas de ladrillo con canales o fosos alimentados por corrientes cercanas, uniendo defensa y gestión del agua en una sola estructura.
Conclusión
Más allá de la técnica empleada, estas primeras fortalezas tenían un valor que iba más allá de lo militar. Eran obras colectivas, que requerían organización y esfuerzo compartido, y al mismo tiempo símbolos visibles de poder e identidad.
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